La reciente beatificación de 498 mártires en una multitudinaria ceremonia oficiada por el papa Benedicto XVI en la plaza de San Pedro de la capital vaticana ha abierto de nuevo el agrio debate sobre el papel de la Iglesia Católica en la gestación, el transcurso y las consecuencias de la Guerra Civil española. La jerarquía eclesiástica española, que ha negado cualquier intención de contrarrestar con este acto la reciente aprobación de la Ley de Memoria Histórica, ha impulsado enérgicamente la beatificación colectiva más numerosa de religiosos asesinados durante la Guerra Civil.
Por su parte, los que hasta la fecha se han opuesto al reconocimiento de las innumerables víctimas republicanas y de todos aquellos que sufrieron persecución durante el largo período franquista esgrimiendo el supuesto argumento de que era innecesario evocar hechos luctuosos del pasado, o, han aplaudido el acontecimiento romano o, cínicamente, han callado y, por supuesto, a ninguno de ellos se le ha ocurrido tildar a la jerarquía católica de guerracivilista o de dedicarse a la práctica de desenterrar fantasmas del pasado. Típica doble moral y doble rasero que continúa siendo un rasgo característico de nuestra derecha reaccionaria.
El hecho real es que éste país, en el pasado, ha poseído fuertes rasgos anticlericales que han aparecido como contrapeso a una excesiva, abusiva y prolongada presencia de la Iglesia Católica en el ámbito del poder político actuando como elemento legitimador de situaciones profundamente injustas enraizadas en una estructura fundamentada sobre la base de inmensas desigualdades sociales.
El general golpista Francisco Franco, bajo palio
En el transcurso de la historia de España la religión ha ocupado una posición central, tanto en época moderna como en la medieval. En época contemporánea, durante el siglo XIX, se sufrió una sangrienta confrontación -las llamadas Guerras Carlistas- que explicitaban una encarnizada lucha de una sociedad rural tradicional y profundamente católica contra la amenaza del liberalismo y la modernización. En el pasado reciente la Iglesia española, baluarte de la fe, se opuso, invariablemente, al desarrollo democrático de la sociedad y busco su protagonismo de la mano de las clases dominantes que, amparándose en ella, cometieron múltiples fechorías origen contextual del anticlericalismo.
Grupo de requetés - voluntarios carlistas - se arrodillan ante la cruz que porta el sacerdote durante la Guerra Civil española
Los brotes de anticlericalismo no fueron exclusivos, pues, de la época republicana. Desde la llamada Semana Trágica,en 1909, hasta los hechos del 11 de mayo de 1931 la aparición de la protesta anticlerical con quema de iglesias y conventos canalizó una irritación de origen popular con evidentes contenidos espontáneos que manifestaban el rencor hacia la connivencia entre lo eclesiástico, la injusticia social y el reaccionarismo integrista.
Diversos conventos de Barcelona ardieron durante la Semana Trágica de 1909
Hay que decir que los preparativos de la Guerra Civil resultan incomprensibles si no tenemos en cuenta que los católicos sentían entonces amenazados sus privilegios por la legislación secularizadora de la Segunda República siendo preciso saber que la derecha reaccionaria ocultaba su propia resistencia a la reforma social bajo el manto religioso.
La inmensa mayoría de los 498 mártires recientemente beatificados fueron asesinados durante los primeros meses de la insurrección militar en un contexto de descontrol provocado por la caída del orden causado por la rebelión militar -verdadera responsable de aquella tragedia- y, en ningún caso, sus muertes fueron ni organizadas ni alentadas por el gobierno republicano. El ataque contra el clero tenía, pues, un claro trasfondo de resentimiento popular. Los asesinatos de eclesiásticos se extendieron en un medio en el cual el orden no podía ser garantizado por un gobierno acosado por una parte por las fuerzas cuyo cometido era precisamente el mantenimiento del mismo y por un proceso con tintes revolucionarios cuyo control se escapó de las manos gubernamentales hasta bien entrado 1937.
La Iglesia Católica apoyó la causa Nacional en la guerra y legitimó a los militares ayudando a institucionalizar la dictadura de la derecha. Las pocas excepciones en el ámbito eclesiástico las encontramos en parte de la jerarquía catalana, cuyo caso más emblemático es el del cardenal Vidal i Barraquer, y en el País Vasco, donde el franquismo no dudó en fusilar sacerdotes por su apoyo al gobierno de Euskadi.
A finales de septiembre de 1936, Enrique Pla y Deniel, obispo de Salamanca, publicó la Pastoral Las dos ciudades, sobre la Guerra Civil, calificándola por primera vez de Cruzada. El documento se convirtió en uno de los mayores soportes ideológicos del bando franquista defendiendo el Alzamiento Nacional y alentando a los que luchan por Dios y por España como partícipes de una Cruzada contra el comunismo para salvar la Religión, la Patria y la Familia, por lo que los combatientes insurgentes fueron calificados como los cruzados del siglo XX. Solo el obispo de Pamplona, Mateo Múgica, junto con el cardenal catalán, se negó a firmar la carta impulsada desde Salamanca publicando una pastoral que le costó su expulsión de la España de Franco.
En Mallorca, un sola voz, la del cura párroco de Sencelles, Bartomeu Oliver, clamó desde el púlpito exigiendo, como había hecho el obispo navarro, caridad, hermandad y perdón, por ello fue encausado y expedientado y en su entorno eclesiástico solo el silenció fue la pauta.
Mitin del fascista italiano Arconovaldo Bonacorsi - también llamado conde Rosi - en Manacor (Mallorca), a principios de la Guerra Civil, a su izquierda Luis García Ruiz y Mateu Zaforteza Musoles, mas a la derecha idendificamos la presencia del obispo de Palma, Josep Miralles
No en balde el obispo de la isla, Josep Miralles Sbert, encabezó junto con los golpistas la rebelión, participando en actos públicos junto a los cabecillas insurrectos guiados por el aventurero fascista italiano Arconovaldo Bonacorsi -falso conde Rossi- o dando su bendición a los aviones de combate enviados por Benito Mussolini y propiciando la celebración de la "victoria" en Porto Cristo con la realización de un multitudinario Te Deum en la Catedral de Palma.
La instantánea nos muestra al obispo de Mallorca, Josep Miralles, en la puerta de la Catedral de Palma acompañado por un grupo de militares rebeldes tras la celebración del Te Deum
Por ello, no es extraño que cuando los militares golpistas asesinaron al sacerdote de Llubí, Jeroni Alomar Poquet, cuyo único delito fue ayudar a los perseguidos, el ruido de la detonación realizada en el cementerio de Palma que acabó con su vida no inmutara al obispo mallorquín.
Los asesinatos producidos en territorio republicano, todos, no sólo los que afectaron al mundo católico, deben ser condenados sin paliativos, pero, a su vez, la jerarquía católica debería explicitar una sincera autocrítica por haber abandonado a los débiles, a los pobres, a los desamparados de la tierra génesis del anticlericalismo dominante y, a su vez, de haberse beneficiado durante años y años de la posición privilegiada que el franquismo le otorgó durante su larga vigencia.
En la actualidad no es difícil entender que la jerarquía eclesiástica debería haberse abstenido de formar parte de las legiones de un imperio tremendamente distante de lo que muchos creyentes consideran hoy como base ética del cristianismo que, por supuesto, resulta antagónica con la connivencia entre la espada y la cruz.
Palma, 10 de noviembre 2007
Pep Vílchez